Fragmento sobre el poder de la oración simple

Edmond Fleg cuenta como hablaba a Dios siendo niño en una familia judía profundamente piadosa:
Estaba también Dios: vivíamos con él, pero su presencia se daba por sobreentendida, no se hablaba jamás de él. No oía su nombre ni yo lo pronunciaba sino en la oración de la tarde que mi madre o Lisette me hacían decir antes de meterme en la cama. Se trataba de una oración bien corta: algunas frases en hebreo, que yo repetía sin entenderlas, y luego una sola frase: “Dios mío protege a papá, a mamá, a todos los que amo”. Si la verdad que era corta aquella oración; y, sin embargo, ella fue la que comenzó a quitarme el respeto por el culto familia.
Apagada la luz, quedé solo con ese Dios al que acababa de recitarle una lección. Entonces le hablé. ¿En que forma? ¿Con qué lenguaje? ¿Cómo decírtelo hijito mío si aún no has nacido?
Si a tu vez tú conoces esos movimientos hacia lo invisible, si experimentas como yo experimenté esos toques del más allá, si tu pronuncias en silencio esa llamada interior, entonces tu también sabrás cuáles fueron las palabras que me sirvieron.
Dios estaba allí, yo me daba cuenta, lejano y próximo a la vez, en todas partes y en mi corazón
Yo le contaba mis faltas y buscaba su perdón
Quería ser mejor pero no podía serlo sin él. Le prometía portarme mejor y le suplicaba que me ayudara.
Él me ayudó, de eso estoy seguro. Yo subía hacia él. El me rodeaba, me tomaba. Yo me dormía en sus brazos
¿Quién me había enseñado a orar de eso modo?
Nadie.
Este niño judío del siglo XX es un buen exponente de esa “teología del corazón” que tienen los más simples
Jacques Loew.
“Mi Dios, mi roca. Pág. 181