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Vivir y morir - Dra. Elisabeth Kubler Ross

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Vivir y morir


Hay mucha gente que dice: «La doctora Ross ha visto demasiados moribundos. Ahora empieza a volverse rara». La opi­nión que las personas tienen de ti es un problema suyo no tuyo. Saber esto es muy importante. Si te­néis buena conciencia y hacéis vuestro trabajo con amor, se os denigrará, se os hará la vida imposible y diez años más tarde os darán dieciocho títulos de doctor honoris causa por ese mismo trabajo. Así transcurre ahora mi vida.
Cuando ocurre que se ha pasado largo tiempo, durante muchos años, sentada junto a la cama de niños y ancianos que mueren, cuando se les escu­cha de verdad, uno percibe que ellos saben que la muerte está próxima. Súbitamente alguno se des-pide, dice adiós, mientras que en ese momento uno está lejos de pensar que la muerte podría intervenir tan pronto. Si se aceptan esas declaraciones, si se permanece junto al moribundo, se comprobará que la comunicación continúa y el enfermo ex­presa lo que desea hacer saber. Después de su muerte, se experimenta el emocionado senti­miento de ser quizá la única persona que ha aten­dido con la debida seriedad sus palabras.
Hemos estudiado veinte mil casos, a través del mundo entero, de personas que habían sido decla­radas clínicamente muertas y que fueron llamadas de nuevo a la vida. Algunas se despertaron natural­mente, otras sólo después de una reanimación.
Quisiera explicaros muy someramente lo que cada ser humano va a vivir en el momento de su muerte. Esta experiencia es general, independien­te del hecho de que se sea aborigen de Australia, hindú, musulmán, creyente o ateo. Es indepen­diente también de la edad o del nivel socioeconó­mico, puesto que se trata de un acontecimiento puramente humano, de la misma manera que lo es el proceso natural de un nacimiento.
La experiencia de la muerte es casi idéntica a la del nacimiento. Es un nacimiento a otra existencia que puede ser probada de manera muy sencilla. Durante dos mil años se ha invitado a la gente a «creer» en las cosas del más allá. Para mí esto no es un asunto más de creencias sino un asunto del co­nocimiento. Os diré con gusto cómo se obtiene ese conocimiento siempre que queráis saberlo. Pero el no querer saberlo no tiene ninguna importancia porque cuando hayáis muerto lo sabréis de todas maneras, y yo estaré allí y me alegraré muy parti­cularmente por los que hoy dicen: «Ay, la pobre doctora Ross».
En el momento de la muerte hay tres etapas. Con el lenguaje que utilizo en el caso de los niños moribundos de muy corta edad (por ejemplo el que empleo en la carta Dougy), digo que la muerte física del hombre es idéntica al abandono del capu­llo de seda por la mariposa. La observación que ha­cemos es que el capullo de seda y su larva pueden compararse con el cuerpo humano. Un cuerpo hu­mano transitorio. De todos modos, no son idénti­cos a vosotros. Son, digámoslo así, como una casa ocupada de modo provisional. Morir significa, simplemente, mudarse a una casa más bella, ha­blando simbólicamente, se sobreentiende.
Desde el momento en que el capullo de seda se deteriora irreversiblemente, ya sea como conse­cuencia de un suicidio, de homicidio, infarto o en­fermedades crónicas (no importa la forma), va a li­berar a la mariposa, es decir, a vuestra alma.
 En esta segunda etapa, cuando vuestra mariposa —siempre en lenguaje simbólico— ha abandonado su cuerpo, vosotros viviréis importantes aconteci­mientos que es útil que conozcáis anticipadamente para no sentiros jamás atemorizados frente a la muerte.
En la segunda etapa estaréis provistos de ener­gía psíquica, así como en la primera lo estuvisteis de energía física. En esta última vosotros tenéis ne­cesidad de un cerebro que funcione, es decir de una conciencia despierta para poder comunicar con los demás. Desde el momento en que este cerebro —este capullo de seda— tarde o temprano presente daños importantes, la conciencia dejará de estar alerta, apagándose. Desde el instante en que ésta falte, cuando el capullo de seda esté deteriorado al extremo de que vosotros ya no podáis respirar y que vuestras pulsaciones cardíacas y ondas cere­brales no admitan más mediciones, la mariposa se encontrará fuera del capullo que la contenía. Esto no significa que ya se esté muerto, sino que el capu­llo de seda ha dejado de cumplir sus funciones. Al liberarse de ese capullo de seda, se llega a la se­gunda etapa, la de la energía psíquica. La energía fí­sica y la energía psíquica son las dos únicas ener­gías que al hombre le es posible manipular.
El mayor regalo que Dios haya hecho a los hombres es el del libre albedrío. Y de todos los seres vi­vientes el único que goza de este libre albedrío es el hombre. Vosotros tenéis, por tanto, la posibilidad de elegir la forma de utilizar esas energías, sea de modo positivo o negativo.
Desde el momento en que sois una mariposa li­berada, es decir, desde que vuestra alma abandona el cuerpo, advertiréis enseguida que estáis dotados de capacidad para ver todo lo que ocurre en el lu­gar de la muerte, en la habitación del enfermo, en el lugar del accidente o allí donde hayáis dejado vues­tro cuerpo.
Estos acontecimientos no se perciben ya con la conciencia mortal, sino con una nueva percepción. Todo se graba en el momento en que no se registra ya tensión arterial, ni pulso, ni respiración; algunas veces incluso en ausencia de ondas cerebrales. En­tonces sabréis exactamente lo que cada uno diga y piense y la forma en que se comporte. Después podréis explicar con precisión cómo sacaron el cuerpo del coche accidentado con tres sopletes. También ha habido personas que incluso nos han precisado el número de la matrícula del coche que los atropello y continuó su ruta sin detenerse. No se puede explicar científicamente que alguien que ya no presenta ondas cerebrales pueda leer una matrícula. Los sabios deben ser humildes. Debemos aceptar con humildad que haya millones de cosas que no. entendemos todavía, pero esto no quiere decir que sólo por el hecho de no compren­derlas no existan o no sean realidades.
Si yo utilizara en este momento un silbato de pe­rros, vosotros no podríais oírlo, y sin embargo to­dos los perros lo oirían. La razón es que el oído hu­mano no está concebido para la percepción de estas altas frecuencias. De la misma manera, no podemos percibir el alma que ha abandonado el cuerpo, aunque ésta pueda todavía grabar las lon­gitudes de ondas terrestres para comprender lo que ocurre en el lugar del accidente o en otro lugar.
Mucha gente abandona su cuerpo en el trans­curso de una intervención quirúrgica y observa, efectivamente, dicha intervención. Todos los médicos y enfermeras deben tener conciencia de este hecho. Eso quiere decir que en la proximidad de una persona inconsciente no se debe hablar más que de cosas que esta persona pueda escuchar, sea cual fuere su estado. Es triste lo que a veces se dice en presencia de enfermos inconscientes, cuando éstos pueden oírlo todo.
También es necesario que sepáis que si os acer­cáis al lecho de vuestro padre o madre moribun­dos, aunque estén ya en coma profundo, os oyen todo lo que les decís, y en ningún caso es tarde para expresar «lo siento», «te amo», u alguna otra cosa que queráis decirles. Nunca es demasiado tarde para pronunciar estas palabras, aunque sea des­pués de la muerte, ya que las personas fallecidas si­guen oyendo. Incluso en ese mismo momento po­déis arreglar «asuntos pendientes», aunque éstos se remonten a diez o veinte anos atrás. Podréis libera­ros de vuestra culpabilidad para poder volver a vi­vir vosotros mismos.
En esta segunda etapa, «el muerto» —si puedo expresarme así— se dará cuenta también de que él se encuentra intacto nuevamente. Los ciegos pue­den ver, los sordos o los mudos oyen y hablan otra vez. Una de mis enfermas que tenía esclerosis en placas, dificultades para hablar, y que sólo podía desplazarse utilizando una silla de ruedas, lo pri­mero que me dijo al volver de una experiencia en el umbral de la muerte fue: «Doctora Ross, ¡yo podía bailar de nuevo!», y son miles los que estando hoy en sillas de ruedas, podrían al fin bailar otra vez, aunque cuando vuelvan a su cuerpo físico se en­contrarán, evidentemente, otra vez en su viejo cuerpo enfermo.
Podréis comprender, pues, que esta experiencia extracorporal es un acontecimiento maravilloso, que nos hace sentirnos felices.
Las niñas que a consecuencia de una quimioterapia han perdido el pelo, me dicen después de una experiencia semejante: «Tenía de nuevo mis rizos». Las mujeres que han padecido la extirpación de un seno, recobran su habitual normalidad. Todos es­tán intactos de nuevo. Son perfectos.
Mis colegas escépticos son muy numerosos y di­cen: «Se trata de una proyección del deseo». En el cincuenta y uno por ciento de todos mis casos se trata de muertes repentinas y no creo que nadie vaya a su trabajo soñando que seguirá disponiendo de sus dos piernas para atravesar una calle. Y de pronto, después de un accidente grave, ve en la ca­lle una pierna separada de su cuerpo, sintiéndose sin embargo en posesión de dos piernas.
Todo esto, evidentemente, no es una prueba para un escéptico, y con el fin de tranquilizarlos hemos realizado un proyecto de investigación imponiéndonos como condición el no tomar en cuenta más que a los ciegos que no habían tenido ni siquiera percepción luminosa desde diez años an­tes, por lo menos. Y estos ciegos, que tuvieron una experiencia extracorporal y volvieron, pueden de­cirnos con detalle los colores y las joyas que lleva­ban los que los rodeaban en aquel momento, así como el detalle del dibujo de sus jerséis o corbatas. Es obvio que ahí no podía tratarse de visiones.
Podríais también interpretar muy bien estos hechos si la respuesta no os diera miedo. Pero si os da miedo, seréis como esos escépticos que me han di­cho que estas experiencias extracorporales serían el resultado de una falta de oxígeno. Pues bien, si aquí se tratara solamente de esa carencia de oxí­geno, yo se la recetaría a todos mis ciegos. ¿Comprendéis? Si alguien no quiere admitir un hecho, encuentra mil argumentos para negarlo. Esto, de nuevo, es su problema. No intentéis convertir a los demás. En el instante mismo en que mueran, lo sa­brán de todas maneras.
En esta segunda etapa os dais cuenta también de que nadie puede morir solo. Cuando se aban­dona el cuerpo se encuentra en una existencia en la cual el tiempo ya no cuenta, o simplemente ya no hay más tiempo, del mismo modo en que tampoco podría hablarse de espacio y de distancia tal como los entendemos, puesto que en ese caso se trata de nociones terrenales. Por ejemplo, si un joven nor­teamericano muere en Vietnam y piensa en su ma­dre que reside en Washington, la fuerza de su pensamiento atraviesa esos miles de kilómetros y se encuentra instantáneamente junto a su madre. En esta segunda etapa ha dejado de existir, pues, la dis­tancia. Son muchos los seres vivientes que han experimentado tal fenómeno, que se manifestaba de improviso cuando ellos tomaban conciencia de que alguien que vivía lejísimos, se encontraba, sin embargo, muy cerca, junto a ellos. Y al día si­guiente de ese hecho recibían una llamada telefó­nica o un telegrama informándoles que la persona en cuestión había fallecido en un lugar a cientos o miles de kilómetros de donde ellos se encontra­ban. Es obvio que estas personas poseen una gran intuición, pues normalmente no se tiene concien­cia de tales visitas.
En esta segunda etapa también os dais cuenta de que ningún ser humano puede morir solo, y no únicamente porque el muerto pueda visitar a cualquiera, sino también porque la gente que ha muerto antes que vosotros y a la que amasteis os espera siempre. Y puesto que el tiempo no exis­te, puede ocurrir que alguien que a los veinte años perdió a su hijo, al morir a los noventa y nueve puede volver a encontrarlo, aún como un niño, puesto que para los del otro lado un minuto pue­de tener una duración equiparable a cien años de nuestro tiempo.
Lo que la Iglesia enseña a los niños pequeños so­bre su ángel guardián está basado en estos hechos, ya que está probado que cada ser viene acompa­ñado por seres espirituales desde su nacimiento hasta su muerte. Cada hombre tiene tales guías, lo creáis o no, y el que seáis judío, católico o no tengáis religión no tiene ninguna importancia. Pues este amor es incondicional y es por eso que cada hombre recibe el regalo de un guía. Mis niños pe­queños los llaman «compañeros de juego» y desde muy temprano hablan con ellos y son perfecta­mente conscientes de su presencia. Luego van al colegio y sus padres les dicen: «Ahora ya eres ma­yor, ya vas al colegio. No hay que jugar más a esas chiquilladas». Así se olvida uno que se tiene «com­pañeros de juego» hasta que se llega al lecho de muerte. De este modo ocurrió con una anciana que al morir me dijo: «Ahí está de nuevo». Y sabiendo yo de lo que ella hablaba, le pedí que me partici­para lo que acababa de vivir: «¿Sabe usted?, cuando yo era pequeña, él siempre estaba conmigo, pero lo había olvidado completamente». Al día siguiente moría contenta de saber que alguien que la había querido mucho la esperaba de nuevo.
En general sois esperados por la persona a la que más amáis. Siempre la encontraréis en primer lu­gar. En el caso de los niños pequeños, de dos o tres años por ejemplo, cuyos abuelos, padres y otros miembros de la familia aún están con vida, es su án­gel de la guarda personal quien generalmente los acoge; o bien son recibidos por Jesús u otro perso­naje religioso. Yo nunca he tenido la experiencia de que un niño protestante, en el momento de su muerte, haya visto a María, mientras que ella es percibida por numerosos niños católicos. Aquí no se trata de una discriminación, sino de que son es­perados en el otro lado por aquellos que tuvieron para ellos la mayor importancia.
Después de realizar en esta segunda etapa la in­tegridad del cuerpo y después de haber reencon­trado a aquellos a los que más se ama, se toma con­ciencia de que la muerte no es más que un pasaje hacia otra forma de vida. Se han abandonado las formas físicas terrenales porque ya no se las nece­sita, y antes de dejar nuestro cuerpo para tomar la forma que se tendrá en la eternidad, se pasa por una fase de transición totalmente marcada por fac­tores culturales terrestres. Puede tratarse de un pa­saje de un túnel o de un pórtico o de la travesía de un puente. Como yo soy de origen suizo pude atravesar una cima alpina llena de flores silvestres. Cada uno tiene el espacio celestial que se imagina, y para mí evidentemente el cielo es Suiza, con sus montañas y flores silvestres. Pude vivir esta transi­ción como si estuviese en la cima de los Alpes, con su gran belleza, cuyas praderas tenían flores de tan­tos colores que me hacían el efecto de una alfom­bra persa.
Después, cuando habéis realizado este pasaje, una luz brilla al final. Y esa luz es más blanca, es de una claridad absoluta, y a medida que os aproxi­máis a esta luz, os sentís llenos del amor más grande, indescriptible e incondicional que os po­dáis imaginar. No hay palabras para describirlo.
Cuando alguien tiene una experiencia del um­bral de la muerte, puede mirar esta luz sólo muy brevemente. Es necesario que vuelva rápidamente a la tierra, pero cuando uno muere —quiero decir, morir definitivamente— este contacto entre el ca­pullo de seda y la mariposa, podría compararse al cordón umbilical («cordón de plata»)* que se rompe. Después ya no es posible volver al cuerpo terres­tre, pero de cualquier manera, cuando se ha visto la luz, ya no se quiere volver. Frente a esta luz, os dais cuenta por primera vez de lo que el hombre hubiera podido ser. Vivís la comprensión sin juicio, vivís un amor incondicional, indescriptible. Y en esta presencia, que muchos llaman Cristo o Dios, Amor o Luz, os dais cuenta de que toda vuestra vida aquí abajo no es más que una escuela en la que debéis aprender ciertas cosas y pasar ciertos exá­menes. Cuando habéis terminado el programa y lo habéis aprobado, entonces podéis entrar.
Muchos preguntan: «¿Por qué niños tan bue­nos deben morir?». La respuesta es sencillamente que esos niños han aprendido en poco tiempo lo que debían aprender. Y según las personas se tratará de cosas diferentes, pero hay algo que cada uno debe aprender antes de poder volver al lugar de donde vino, y es el amor incondicional. Cuando lo aprendáis y lo practiquéis, habréis aprobado el más importante de los exámenes.
En esta Luz, en presencia de Dios, de Cristo, o cualquiera que sea el nombre con que se le deno­mine, debéis mirar toda vuestra vida terrestre,desde el primero al último día de la muerte.
* Es también el nombre de la editorial alemana Die Silberschnur
Volviendo a ver como en una revisión vuestra propia vida, ya estáis en la tercera etapa. En ella no disponéis ya de la conciencia presente en la primera etapa o de esa posibilidad de percepción de la segunda. Ahora poseéis el conocimiento. Cono­céis exactamente cada pensamiento que tuvisteis  en cada momento de vuestra vida, conocéis cada acto que hicisteis y cada palabra que pronuncias­teis.
Esta posibilidad de recordar no es más que una ínfima parte de vuestro saber total. Pues en el mo­mento en que contempléis una vez más toda vues­tra vida, interpretaréis todas las consecuencias que han resultado de cada uno de vuestros pensamientos, de cada una de vuestras palabras y de cada uno de vuestros actos.
Dios es el amor incondicional. Después de esta «revisión» de vuestra vida, no será a Él a quien vo­sotros haréis responsable de vuestro destino. Os daréis cuenta de que erais vosotros mismos vues­tros peores enemigos, puesto que ahora debéis de reprocharos el haber dejado pasar tantas ocasiones para crecer. Ahora sabéis que cuando vuestra casa ardió, que cuando vuestro hijo murió, que cuando vuestro marido fue herido, o cuando tuvisteis un ataque de apoplejía, todos estos golpes de la suerte representaron posibilidades para enriquecerse, para crecer. Crecer en comprensión, en amor, en todo aquello que aún debemos aprender. Ahora lo lamentáis: «En lugar de haber utilizado la oportunidad que se me ofrecía, me volví cada vez más amargo. Mi cólera y también mi negatividad han aumentado...».
Hemos sido creados para una vida sencilla, be­lla, maravillosa. Y quiero destacar que no sólo en América hay niños apaleados, maltratados y aban­donados, sino también en la bella Suiza. Mi mayor deseo es que veáis la vida de una forma diferente. Si considerarais la vida desde el punto de vista de la manera en que hemos sido creados, vosotros no plantearíais más la cuestión de saber qué vidas se tendría el derecho de prolongar. Nadie pregunta­ría más si es necesario administrar o no un cocktail de litio para abreviar el sufrimiento. Morir no debe significar nunca padecer el dolor. En la actualidad la medicina cuenta con medios adecuados para im­pedir el sufrimiento de los enfermos moribundos. Si ellos no sufren, si están instalados cómoda­mente, si son cuidados con cariño y si se tiene el coraje de llevarlos a sus casas —a todos, en la medida de lo posible—, entonces nadie protestará frente a la muerte.
En el transcurso de los últimos veinte años sola­mente una persona me ha pedido terminar. Es lo que nunca he comprendido. Me senté a su lado y le pregunté: «¿Por qué quiere hacerlo?». Y me ex­plicó: «Yo no lo quiero, pero mi madre no puede soportar todo esto; por eso le he prometido pedir una inyección». Claro está que hablamos con la madre y la ayudamos. Se ve cómo no era la ira la que le hacía expresar esta petición desesperada, sino que todo se había vuelto demasiado duro para ella. Ningún moribundo os pedirá una inyección si lo cuidáis con amor y si le ayudáis a arreglar sus problemas pendientes.
Querría subrayar que a menudo el hecho de te­ner un cáncer es una bendición. No voy a minimi­zar los males del cáncer, pero quisiera señalar que hay cosas mil veces peores. Tengo enfermos que sufren esclerosis lateral amiotrófica, es decir, una enfermedad neurológica en la que la parálisis se instala progresivamente hasta la nuca. Estos enfermos no pueden ni respirar ni hablar. No sé si os po­déis imaginar lo que significa el estar totalmente paralizado hasta la cabeza. No se puede ni escribir, ni hablar, ni nada. Si alguien entre vosotros conoce a personas afectadas de ese mal, hágamelo saber, pues tenemos un tablero de palabras que permite al enfermo comunicarse con vosotros.
Mi deseo es que demostréis a los seres un poco más de amor. Meditad sobre el hecho de que a las personas a las que cada año ofrecéis el mejor regalo de Navidad son a menudo aquellas a las que más te­méis o por las que tenéis sentimientos negativos. ¿Os dais cuenta? Yo dudo de que sea útil hacer un gran regalo a alguien si se le ama incondicionalmente. Hay veinte millones de niños que mueren de hambre. Adoptad uno de esos niños y haced re­galos más pequeños. No olvidéis que hay mucha pobreza en Europa occidental. Compartid vuestra riqueza, y cuando vengan las tempestades serán un regalo que reconoceréis como tal, quizá no ahora, sino dentro de diez o veinte años, puesto que se os dará fuerza y se os enseñará cosas que no habríais aprendido de otra manera. Si, hablando simbólicamente, llegáis a la vida como una piedra sin tallar, depende de vosotros el que quede completamente deshecha y destruida o que resulte un reluciente diamante.
Para terminar quisiera aseguraros que estar senta­do junto a la cabecera de la cama de los moribundos es un regalo, y que el morir no es necesariamente un asunto triste y terrible. Por el contrario, se pue­den vivir cosas maravillosas y encontrar muchí­sima ternura. Si transmitís a vuestros hijos y a vuestros nietos, así como a los vecinos, lo que ha­béis aprendido de los moribundos, este mundo será pronto un nuevo paraíso. Yo pienso que ya es hora de poner manos a la obra.

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