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Ser Niños - Antonio Skarmeta

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"Cuéntame tú", me dijo la abuela

Sé que no pude haber sido escritor sin haber sido niño. Pero me pregunto si puedo ser el escritor que soy sin haber sido el niño que fui.

La emoción más fuerte que vinculo con la infancia es el límite difuso entre el yo y el mundo. “Yo soy otro?, planteó revolucionariamente el niño Rimbaud. El chico es el agua que toca, el viento que le desordena el cabello en el tren hacia la playa, el barco de papel cuadriculado que participa en una regata sobre el diluvio que corre por una cuneta de Belgrano, el queso chispeante de esa pizza que recién sale del horno, el total orgásmico de una carrera que termina (sin saber nada aún del gozo) doblado de placer en una esquina.

Niño es cien veces más olfato, mil veces más visión, sueño nítido que no se acaba con el despertar, un perro que ladra en el patio en la noche llamándome. Niño son los éxitos de tu equipo de fútbol profesional, River en la Argentina, la “U? en Chile, como un trofeo que tú mismo hubieras ganado, es tu piel contra el cutis de esa muchacha repentinamente azorada en un umbral de Palermo.

Un escritor es, en este sentido, un niño. Alguien que extiende su percepción más allá de la prudencia, uno que no mide los efectos prácticos de sus acciones ni deseos, alguien que toca donde otro piensa, cierto sujeto que baila o juega cuando aquel ordena, mide y pesa.Los sentidos avanzan en una vanguardia que carece de retaguardia, es un modo de verterse en la realidad y de acogerla al mismo tiempo, una riña de amor sin estrategia.

Niño son las imágenes antes que el pensamiento, la realidad antes que las imágenes, los sentidos por delante de las sombras, la fiesta de la luz. Es mi trompo y mis figuritas, mi tío subiendo la calle empedrada con un racimo de bananas, es Dinah Shore que canta “Blue Canary?.

Niños y reniños, mil veces nobles infantes y ambrosía fueron Los Beatles, que nos volvieron a electrizar cuando creímos que la maravilla había cedido y que cada cigarrillo era una claudicación y el amor sólo una tregua, un paréntesis, y no la caldera bullente de todo lo que respira.

Veo frente a mí dos sujetos. Una foto de Elena, mi abuela dálmata, y mi novela La bo-da del poe-ta. ¿Qué las juntó en la repisa sobre mi escritorio sino la mutua necesidad de que se reconocieran? Todas las sobremesas del almuerzo mi nona pegaba su oído izquierdo al parlante de una radio Philco y devoraba con unción las palabras del melodrama en serie que transmitía la radio pueblerina, mientras sus dedos diligentes tramaban chalecos y bufandas para un invierno que nunca llegaba en la caldeada y desértica Antofagasta del norte de Chile. La nona disfrutaba y padecía las peripecias de los héroes y villanos que concluían puntualmente en un clímax que daba angustiosa sed del capítulo siguiente.

Pero el sistema eléctrico de esa árida provincia era precario, y ciertas tardes no había corriente, no había melodrama, y no había insulto que mi abuela omitiera en dalmantino o español contra la radio. En la oscuridad del silencio las felonías y éxtasis del drama ocurrían traicionando su felicidad.

“¿Qué estará pasando??, murmuraba mirando de vez en cuando hacia el ojo verde del receptor con la esperanza de que la luz se encendiera.

“Tal vez?, aventuraba yo, “el joven que ama a la bella y ciega Susana entrará a estudiar medicina y le hará una operación exitosa que le devuelva la vista?.

“¿Cuánto dura la carrera de medicina, Toño??

“Siete años, Nona.?

“Es demasiado tiempo. La comedia terminará antes.?

Entonces yo tenía que imaginar alternativas. La ciega por alguna razón fingía que no era vidente, viajaba a Lourdes y la Virgen le fabricaba un milagro, el tierno enamorado era seducido por la hermana de la ciega y en este tránsito de héroe a malvado dejaba a Susana textualmente hundida en las tinieblas.

A fuerza de rellenar los cortes de energía me acostumbré a usar la imaginación con disciplina semanal. Hasta que un día sábado en que sí había luz en toda la casa, en el barrio entero, y en cada bujía de la ciudad, la Nona apagó la radio y me dijo: “Cuéntame tú?.

Estimo ese momento como el inicio exacto de mi carrera de escritor profesional.

Pero la abuela no sólo descollaba en las artes del melodrama patético sino que supo llenar mi infancia de otra excitación: el modo de contar y callar su propia vida. Mi novela La bo-da del poe-ta concluye cuando un emigrante dálmata llega a Chile en 1913 y cae de rodillas en el puerto de Antofagasta. Este personaje se llama Esteban y en la minúscula vida real de mi niñez lo conocí untado de misterio.

Por las tardes iba con mi bicicleta hasta la playa y lo veía caminar infinitamente por la arena con atuendos impecables, traje negro, corbata ancha, sombrero Stetson. Tenía enormes ojos de cierto tono azul que no he visto nunca más, ni en las obras de la naturaleza ni del arte. Este hombre apenas si hablaba con los otros inmigrantes, todos locuaces y maldicientes. Estaba tallado en un silencio majestuoso.

“¿Por qué es así?? , le pregunté a la Nona.

Ella me enseñó el valor del gesto significativo. La pausa y la respiración antes de decir nada, la inclinación de sus labios sobre mis lóbulos, la vista sobre la puerta del salón al acecho de que nadie entrara, el silencio trascendental e intrigante: “Ese hombre espera a alguien.?

“¿A quién, Nona??

Los dedos que mueven los palillos de tejer con el vértigo de un prestidigitador, la mirada que vacila entre la puerta y mis ojos alertas, el puño que pasea por su nariz, y la frase maestra: “¡Tanta cosa!?

Cincuenta años cargué con la imagen de ese hombre y con la frase tan elocuente cual evasiva de mi abuela. ¿Por qué “tanta cosa?? ¿Por qué merecía yo el elogio de tamaña discreción? ¿Por qué los otros inmigrantes consultados rapazmente por mí sobre el tema hablaban de una cierta boda magnífica que había tenido lugar en su isla del Adriático y por qué otros decían que esa boda jamás había existido y que si quería saber que fuera y le preguntara a Esteban? ¿Pero cómo se atreve uno como niño a preguntarle algo a un hombre que era todo silencio?

Cincuenta años más tarde La bo-da del poe-ta era mi manera de plantearle la pregunta, cuando su silencio ya había sido perfeccionado por la muerte.

Willa Cather asegura que la mayor parte del material básico con que trabaja un escritor es adquirido antes de que cumpla los quince años.

Es un irresistible elogio a la infancia, que a mi modo de ver debe ser complementado con una celebración de la técnica literaria.

Coincido en que la plenitud de la emoción no se puede reencontrar en la madurez, e incluso agregaría que el recuerdo de aquella percepción de la niñez anima la búsqueda de cualquier escritor. ¡Cuántas imágenes para atrapar ese instante! ¡Qué felicidad y simultánea angustia saber que “eso? y su sentido se vivió y que aún está ahí bajo la persistente y precaria forma del recuerdo!

Pero ahora esa vicaria representación exige del autor volver a ser niño. No más la ingenuidad del momento luminoso y total que a uno lo deja temblando, turulato y sin palabras en la indefensión absoluta y maravillosa de la niñez, sino la certeza (o la ilusión) de que uno puede producir la magia otra vez por el relato, gracias a la experiencia de la vida, por la distancia, debido a la concentración esencial que decanta lo anecdótico y pasajero para conseguir la modesta y efímera trascendencia de la literatura.

Si el niño tuviera la técnica literaria y la experiencia del adulto creo que la biblioteca universal ganaría en maravillas. Pero es justamente eso, la vivencia condenada a la fugacidad y a lo inefable que define la niñez, lo que clava la daga en esa vena que el escritor dejará un día fluir. Todos los grandes autores, meditó André Maurois, tienen como su motivo central, más o menos disfrazado, el tránsito de la infancia a la madurez, el abismo entre la emoción de las expectativas y el frustrante conocimiento de la verdad. “Las ilusiones perdidas? dijo, “es el título secreto de toda novela?.

Quizás ahora pueda responder la pregunta inicial. Soy el tipo de escritor que soy porque fui el niño que soy. Venero mi infancia pues ella me dio la plenitud, la curiosidad, la excitación y la divina ignorancia, y respeto mi madurez porque me enseñó una manera de escribir que me trajo la dicha de haberle contado mi emoción de vivir a un par de personas más que a mi abuela.


Por Antonio Skármeta
Escritor chileno, autor de "El Cartero de Neruda".

Comentarios

Gabi Dakoff Escribió :

Susi querida!
Qué decir!!!!
Puede alguien cruzar el océano y emocionar hasta lo más profundo del alma?
Puede.
Qué maravillosa forma de empezar la semana!
Qué creativa idea. Le doy la bienvenida, desde acá- tan lejos y tan cerca, contá con esta amiga y colaboradora, para este nuevo lugarcito en el espacio, que seguro se irá llenando con el calor de los amigos, al abrigo seguro de todos los que queremos comunicarnos y aprender cada dia, del otro!

Un abrazo más que agradecido....emocionado!!!!!

Gabi

Escrito en: Julio 3, 2005 05:01 PM

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