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Puerto de vida, amor y muerte

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PUERTO DE VIDA, AMOR Y MUERTE

 

 

 

        Ingeniero White, el puerto marítimo de Bahía Blanca, es además un pintoresco pueblito en el que abundan las casas de madera y chapa y donde por lo general no pasan cosas que merezcan comentarse. Así y todo, pese a su abulia, allí ocurrió esta conmovedora historia, a la que transcribo tal como me la contaron, aun en sus detalles menos relevantes. De esta manera se expresaba el narrador:

 

 

          -"Ver a una limusina pasearse por Ingeniero White- contestan si se les pregunta sus pobladores comunes- no es cosa de todos los días".

 

        -"No sólo no es cosa de todos los días, -aclaran entonces con suficiencia los que sobre limusinas paseándose por Ingeniero White saben mucho- sino,... casi de ningún día".

 

          Y sin embargo para un fin de julio, con el frío invernal aguijoneando a la gente, por allí anduvo una. Que generó después de irse no pocas polémicas y un parecer público con respecto al hecho definidamente dual. Así, para algunos indolentes que la espiaron estuvo simplemente por estar, sin influir para nada en la vida pueblerina, mientras que para otros -más ásperos en sus juicios- tuvo participación en una sorda batalla, donde confrontaron la soberbia del lujo material y la envidia de los lugareños.

 

          De cualquier modo dicha estada no se extendió mucho en el tiempo; en este caso no más del que demoró en disiparse la inevitable y cargosa bruma, ésa que borronea sempiternamente calles y construcciones costeras. Porque apenas retirado el meteoro la limusina y sus irreconocidos pasajeros pusieron norte a la salida del pueblo-puerto, donde nace la ruta que lleva a Bahía Blanca pasando por el Parque Industrial, con el evidente ánimo de escabullirse por allí del sitio.

 

          Ociosos que atendían a su desplazamiento vieron al níveo y estirado automóvil de vidrios polarizados salir raudo de la pequeña urbe, como quien busca eludir una maldición. Y estimaron que nada, ni nadie, habrían de detenerlo. Malos augures, equivocaron por pretender ser tales su torpe apreciación, la que, en tanto humanos, no debieran siquiera haber intentado. Porque al pasar por la rotonda que está frente a la cancha del club Comercial el que decidía el rumbo a bordo del auto aparentemente se arrepintió de sus intenciones escapistas, sin dar cuenta de coherencia alguna y haciendo su voluntad al voleo. O así lo pareció,... al menos.

 

          De cualquier manera y por la razón que fuere, el portentoso rodado detuvo su andar justo donde se había congregado un rumoroso contingente de humanos, el que créase o no esperaba ya desde momentos antes su llegada, obstruyendo totalmente la calzada y gran parte de las aceras.

 

          Una vez detenido el vehículo quedó de inmediato sometido al arbitrio de la multitud, cuyas ansias por criticar no guardaban disimulo. Debido a ello y sin pérdidas de tiempo, curiosos desocupados y los que no se dieron a la previsible tarea y conformaron “in situ” un espontáneo tribunal de la dicha ajena, evaluando sin pruebas y con cuanto prejuicio anduviese por ahí suelto, a esa esplendidez sobre ruedas.

 

          Era una limusina y era un montón de personas, algunas de las cuales, boquiabiertas, mirábanla posar. Las más audaces comentando tonterías sobre la lujosa máquina, sin turbarse en lo más mínimo ni ponerse coloradas.

 

          Cuadro patético éste, si se quiere.

 

          Y si no se quiere, también.

 

          De pronto, entre los subientes cuchicheos de la chusma y algunas chanzas hirientes de los más acomplejados, una de las ventanillas traseras de la limusina empezó un parejo deslizarse hacia abajo, consiguiendo acallar el palabrerío. Por fin habrían de enterarse, seguramente se dijeron todos, quién o quiénes tripulaban aquella maravilla. Como si en verdad se tratase de algo muy importante o la vida les fuese en ello.

 

          Decepción sería la palabra más adecuada para describir que sintieron los que allí expectaban, cuando el rostro de la fea vieja agredió sus retinas. Y por esa razón y quizá también porque ya lo estaban, continuaron en su mudez y sin molestar a la visita.

 

          La vieja entretanto, como si nada. Porque ella al contrario de los demás presentes se encontraba allí en White no por obligación o por estar, sino para recapturar los hilos de una historia dolorosa que protagonizara hacía muchos años y con su mismísima osamenta. Recupero éste que la señora estaba dispuesta a realizar contra viento y marea, pese a que su psicólogo le había recomendado expresamente que no lo hiciera.

 

          Es que esa historia dolorosa, que a ella le retorcía el alma, era la historia de su juventud. E incluía, nada menos, que su única noche de amor con Luiggi y la trágica mañana en que murieran éste y su padre (el papá de ella). Quiérase o no, y dijera lo que dijese Freudito (porque tenía plata, así llamaba a su terapeuta), todo había pasado en ese sitio y hacía tantísimos años; y sería allí precisamente, con o sin oposición donde debería indagar, si es que quería revivir aquel, su tiempo de ilusiones.

 

          Claro que el que ella memoraba era otro Ingeniero White; un villorrio que por esas épocas era bastante más chico, sus calles de tierra y sus casas, casi todas, de chapas pintadas a dis-gusto y en terribles colores. Un Ingeniero White tan diferente al actual, que, aun flexibilizando del todo los parámetros, costaría relacionarlos entre sí.

 

          Por eso, por más esfuerzos que la fea vieja hacía, no podía reconocer nada del entorno: ni en las construcciones, ni en la gente. Casi forzando la cosa indagó hasta el dolor en cada rostro o fachada, tratando de encontrar parentescos o parecidos,... y nada. El White de sus tiempos jóvenes seguramente estaba, acabó diciéndose, pero oculto dentro de esa nueva realidad de desconocidos. Y por un momento, flaca de fuerzas, se tentó a ordenar la retirada. Después de todo (se lo aseguraba una vasta experiencia), lo que allí veía le era totalmente ajeno y tanto objetos como seres estaban lejos de poder conmocionarla.

 

          Entonces ya casi vencida volvió a mirar, diríase que por última vez a uno por uno de los que la miraban, por si acaso aparecía algo entre ellos cercano a un afecto,... y ahí sí, por fin, algo pasó. Sin saber siquiera porqué la señora hubo de soportar de golpe un respingo de su corazón, en cuanto sus ojos se posaron sobre la figura de ese hombre sucio que también la semblanteaba; de ese linyera mirón con los ojos tristes y la cabeza rapada, que vestía, como única ropa, un piloto gris plagado de polimorfas manchas. El extraño, es cierto, daba lástima a cualquiera. Y más a quien, supuestamente, lo veía por primera vez.

 

          Pascualita Fazio (tal la identificación completa de la anciana), necesitada de recobrar su historia, creyó encontrar familiaridad en ese hombre tanto o más viejo que ella, cuya menesterosa imagen le causara aquel respingo coronario. Y, sin más, mandó a averiguar sobre él. Ese caballero es,... es,... debía ser, casi lo apostaría, alguien allegado a su juventud remota.

 

          Sin embargo, no mucho después, la dama debió descartar cualquier posibilidad de haberlo conocido. La historia del extraño hombre. recabada por un colaborador suyo en la seccional de la policía whitense, hablaba de un sujeto sin pasado probable, en cuyo cerebro había anidado, desde tiempos ignotos, la sordidez de la locura. Registrándose su llegada al pueblo 20 años atrás, desde aquel entonces el orate no se había comunicado con nadie, sirviendo en cambio su persona como blanco para las más crueles bromas de los chiquillos y de otros entes igual de subdesarrollados.

 

          A la dama sin embargo, pese a su descompromiso con ese atorrante al que los policías llamaron: "el loco del cangrejal", la endeble figura del mismo le provocó no poca pena e hizo que un raudal de lágrimas le brotase vía glándula correspondiente. Lágrimas que si bien no la enceguecieron del todo nublaron su vista a tal punto, que las imágenes que veía perdieron foco, distorsionando su formato.

 

          Allí entonces, mientras seguía comunicada con el desquiciado hombre a través de un arco de efluvios, otro algo que ella no alcanzó a explicarse le hizo cerrar los ojos y paralizar todo vestigio de vida a sus lados.

 

          Y ella, sobre ese otro algo, regresó en el tiempo. Y volvió un antiguo pueblo, con sus calles de tierra y sus casas de colores. Y también retornó la juventud lejana. Y en la escena estaba papá Antonio y también estaba Luiggi. Y el frío de la mañana de fines de julio se trasmutó, convirtiéndose en una calurosa noche de enero del cuarenta y cinco. Y esa noche fue especial, porque ella quedó a solas por primera vez con Luiggi. Ella, que era muy linda por aquellos años. Y ella era linda, más que nada porque era joven. Sería el maldito tiempo el verdugo de su belleza, que, no sin trabajo, la volvería una fea vieja. Pero esa,... esa es otra historia.

 

          Papá, que colaboraba con los bomberos voluntarios, tenía reunión en el cuartel esa noche. Y le tenía confianza a ella. Por eso dejó que Luiggi se quedara. Y no fue culpa de ella ni de Luiggi que las cosas propias del amor pasaran, sino del calor; porque el calor, se sabe, es erótico. Pensar, pensó “la de nuevo joven", que para entonces llevaba ya dos años noviando con Luiggi. Dos años que debió lucharlos intensamente, para preservar su virtud. Con éxito después de todo, visto que todavía se mantenía virgen. Porque entonces no era como con las "loquitas de ahora", antes se luchaba un tiempo, previo a la entrega del cuerpo. Honra para papá y honra para el apellido, se sostenía. ¿Mejor o peor?,... jamás habrá de saberse.

 

          Pero el calor, esto sí se sabe, es erótico. Y como tal actuó. En los inicios fue una caricia al pasar y tras ella una detención prudente; al rato un beso furtivo y el teñirse en rubor de ciertos trémulos malares; les siguió el palpitar de dos corazones que respetó la secuencia de hechos, sumado a otra tregua acuñada por el varón, para destemer al rechazo; y después,... después vino la confusión. Que nació de un simple impulso sin la guía de razón ninguna, se volvió repentina audacia bajo el bastión de géneros que los separaban y enseguida fue pasión, desatada e indetenible, como si un gigantesco dique hubiese roto sus contenciones.

 

          Imprecisas veces se hicieron esa noche sarta uno en el otro. Por tiempos que la chica no se interesó en mensurar. Y el sexo, que ella recién conocía, le cayó en honda gracia. Y esa noche por tanto no fue como otras noches, volviéndose sus lapsos, antes rutinarios, en sueño y en locura, en gritos y rasguñones. Y también hubo, porque los hubo, ratos de lenguas que se entrelazaron y de caricias y jadeos.

 

          De entre lo que no se consumió en el fuego del amor y quedó para poder ser recordado, fue un poco de todo; sin dosificar y como les salía. Y luego vino una paz necesaria y enseguida el volver a empezar. Y ya desatados, hubiesen seguido una y otra vez; por esa noche y por todas las noches. Pero entonces llegó papá Antonio, nunca más   inoportuno y debieron regresar a las formas.

 

          Papá volvió contento. Mañana era domingo y el pronóstico hablaba de bondades meteorológicas, que permitirían quedarse todo el día a orillas del mar. O dentro. Papá, bueno es decirlo, era un excelente nadador, como buen pescador que también era.  Luiggi, por esas cosas, tampoco le iba en zaga en cuanto a dar brazadas y no hundirse. Y juntos se divertían como niños en el agua y gustaban de divertir a los demás. Había que esperar solamente a que llegase mañana para verlos lucirse.

 

          Que pasasen las horas rápido y sin dañar fue el objetivo del trío. Y para consumarlo cenaron, charlaron y compartieron juegos,... y, buen talante en ristre, sin hacer grandes esfuerzos, se acercaron bastante a la felicidad. Sólo los mosquitos, rescataba la vieja de su memoria, consiguieron desapacibilizar algo esa recordada noche.

 

          Al fin o por fin se hizo tarde y papá invitó a Luiggi a dormir en casa (en casa de los Fazio); pero, eso sí, en su pieza (la de papá), a la que cerró con llave. No fuera cosa que...

 

          Mientras tanto ella, Pascualita satisfecha, seguiría aún sin dormir. Cumpliendo con su papel de mujer de la casa debió quedarse levantada, escuchando la sinfonía de masculinos ronquidos y preparando las viandas para el jolgorio que les aguardaba.

 

          A la mañana el sol apareció de improviso, temprano e indulgente. Por lógica ella fue la primera en salirse del lecho, dado que durante toda la noche no pudo pegar un ojo de feliz que estaba. Y por eso mismo, cuando sus dos hombres despertaron, ya todo estaba listo para el week end. No tuvieron por lo tanto que esforzarse más que en chupar el mate que ella les preparara y enseguida arreglarse, juntar las cosas necesarias y salir con rumbo al mar. El día, como tantas otras veces, sabía a gloria cuando los tres partieron.

 

          Y sus pasos se dirigieron adonde siempre. Tenían, conocedores al fin, un lugar preferido para acampar, un lugar que parecía de su propiedad y al que se llegaban también sus parientes y amigos.

 

          De entre todos los que allí se juntaban, Antonio Fazio, el papá de Pascualita, era el campeón de resistencia a nado y también de zambullidas en el mar. Y la costumbre decía que era él quien debía entretener a su grupo de amistades, haciendo exhibiciones de saltos al agua.

 

          Como a propósito para esa práctica existía en el sitio una construcción para el amarre de pequeñas naves, hecha de concreto puro dentro de las aguas. Todos, mal o bien, la usaban de trampolín. Pero quien mejor la utilizaba, haciendo los más vistosos ornamentos corporales, era Antonio Fazio. Aunque Luiggi no se le achicaba cuando había que competir. De cualquier manera, todos preferían a Antonio. No porque hubiese gran diferencia entre ellos, sino porque Antonio, o Nito, como acostumbraban llamarlo, no tardaría demasiado en llegar a viejo y Luiggi, que todos estaban seguros se casaría con Pascualita, habría de sustituirlo cuando ésto ocurriese. Así eran las cosas, se decían filosóficamente los burdos y así debían seguir.

 

          Pero ese domingo, por vaya a saber qué cuestiones estacionales, no fue igual a los otros domingos. La marea en retroceso había retirado una porción de las aguas y la bajante se notaba. La construcción para el amarre de lanchas por ende dejaba ver gran parte de su estructura al aire y el agua, mirando para abajo, estaba un tanto lejos.

 

          -A ver Nito, mostrános tus habilidades y tiráte.- sonó el repetido convite.

 

          -No, gracias.- contestó el campeón- Hoy, se quedan con las ganas.

 

          -¿Te levantaste cagón esta mañana?- desafió soliviantado un primo.

 

          Y la respuesta no se hizo esperar. Y fue con una demostración de tonto coraje. Más tonto esta vez que otras veces ya ocurridas.

 

          Como bien se supondrá, Nito, en defensa de la tradición y de su propio prestigio, finalmente se tiró. Jamás, en tantos años, había dejado de hacerlo. Su negativa anterior, al fin y al cabo, era también parte del juego. Un juego que no por rutinario, resultaba menos peligroso.

 

          Nito, además de hábil, era un tipo bromista. Y siempre usaba las mismas triquiñuelas para burlarse de sus amigos. Y como cada domingo, tras la zambullida, esta vez tampoco salió a la superficie. Actuando su guión de costumbre, pensaban para sí los más calmos, emergería imprevistamente en algún otro lugar de la rada, provocando más risas y más júbilo entre su público. Nadie tenía dudas de que así ocurriría y de ahí la distensión generalizada.

 

          Ese día, por qué no, también reían sus camaradas, les gustaba el juego que Nito practicaba para sorprenderlos. Placer que se incrementaba, por supuesto, cuando él reaparecía en donde no se lo buscaba.

 

          Pero, como rezan algunos proverbios, no es bueno abusar de la suerte; menos aún, cuando ésta se muestra asaz permisiva. Y al parecer, esta vez sí se abusó. Y el juego por eso dejó de ser juego, para trocarse en inciertas dudas y algunos incipientes temores.

 

          Los minutos, ignorantes de la desazón de la gente, comenzaron a sucederse unos a los otros, sumando una cifra superior a la acostumbrada. Razón determinante para que la espera a que emerja el nadador se tornase más dramática, a medida que los mismos pasaban.

 

          De Nito entretanto, seguía sin haber noticias, sólo sospechas y resquemores. Desinformación ésta que consiguió que las risas lentamente se apagaran y que los rostros de su gente se volvieran sombríos por miedo a posibles malas nuevas.

 

          Pero, pese al general desasosiego, nadie, de entre tantos, se animó a sacar a la luz lo que todos recelaban. Debió ser desde luego Pascualita, por una cuestión de máximo parentesco y por la lógica desesperación, quien finalmente lo hiciese.

 

          -Luiggi, por favor, tiráte y sacálo.- fue que le rogó a su amor, urgiéndolo.

 

          Y Luiggi, que amaba a su novia y respetaba al padre, no lo pensó un solo instante y se tiró.

 

          Tampoco Luiggi salió a su vez a flote y esto confirmó el final del juego.

 

          Y ante ese cruel visaje del destino los ánimos de todos se desbarrancaron y los más flojos, esta vez sin disimulos, se largaron a moquear.

 

          Entretanto las horas, como cada vez que ocurre algo malo empezaron a reptar lánguidas y vacías, sin poder hacer nadie nada hasta que se completase la bajamar. Y comenzaron a asomar los dolores, que se harían realidades. Sobre todo para ella. Porque Pascualita tras esto, nadie lo ignoraba, habría de quedar sola en el mundo.

 

          Pero, para rematar, faltaba todavía algo que acentuase la desgracia. Algo que pusiese un dolor montando sobre otro dolor. Al bajar del todo las aguas, solamente el cuerpo de Antonio Fazio apareció, clavada su cabeza en el barro. De Luiggi, no se encontraron ni vestigios.

 

          En el funeral, que congregó a una multitud de whitenses admiradores de ese pescador-bombero-buen amigo y mejor padre que fue Antonio Fazio, también se habló de la desaparición de Luiggi. Y entre una especulación y otra ganó crédito la de un golpe de la cabeza del joven contra alguna piedra y del cuerpo arrastrado por la marea, hacia la zona de los tiburones. En todo caso, nunca volvió a saberse del novio de Pascualita, presumiblemente deshecho por los impiadosos escualos.

 

         Su memoria, por si alguien lo temía, de cualquier modo no se perdió, en razón de que todos los años subsiguientes alguien arrojó una flor en el sitio de los infaustos sucesos, en memoria de Luiggi. Alguien que de seguro no fue Pascualita, aunque pudo ser un mandatario suyo. Porque allí la historia había hecho una inflexión y trocado en gran forma su rumbo.

 

          Sucedió que a los pocos días de la desgracia, ella se fue de la localidad portuaria. Unos parientes de la Capital se la llevaron a vivir a su casa. Y Pascualita Fazio debió cambiar por ello sus costumbres pueblerinas, mientras contemplaba como la vida seguía su curso y su White quedaba perdido allá a lo lejos, quizá  definitivamente.

 

          Así las cosas, casi dos meses después del día ominoso en que se quedara sin padre ni enamorado, Pascualita fue pedida en matrimonio, aceptó la propuesta y se casó de inmediato con un primo, el hijo mayor de su familia sustituta. Y las cosas variaron, se oyó en el entorno, para mejor. Y por amor a su marido ella no dilapidó el tiempo y se embarazó. Y al tiempo perdió su silueta, se aficionó a las frutillas y tras atosigarse con ellas por meses, parió un hijo varón. Que por esos azares y por otras causas a analizar salió sietemesino y con un notorio parecido a Luiggi. Hijo que años después llegaría a ser un político encumbrado y a quien, por supuesto, no le faltarían otras actividades ocultas y escandalosamente remuneradas, que lo llevarían a amasar una cuantiosa fortuna y hasta a tener una limusina.

 

          Al fin, luego de indagar en el pasado, Pascualita salió de su estado cuasi cataléptico. Todo estaba, según le pareció, como antes de enfrascarse en sus recuerdos. Miró entonces de nuevo lo que hoy era Ingeniero White. Pensar, se dijo mientras lo hacía, que cincuenta y tres años atrás, en ese mismo sitio, estuvo acotada su vida. Hacía nada menos que cincuenta y tres años que ella se había ido de allí, debió y quiso flagelarse, para volver recién hoy y para volver a irse enseguida. Triste es la vida. Cincuenta y tres años ya gastados y hechos historia, que les habían servido, a ella para envejecer y a White para crecer en habitantes e importancia.

 

          Y luego de esta última disquisición (o perogrullada que le dicen), la fea vieja retornó a lo que estaba. Y sus ojos volvieron a fijarse en la endeble figura "del loco del cangrejal", que estaba como ausente rascándose alguna pulga.

 

          Pascualita, como quien no quiere la cosa, remiró a ese hombre sin futuro con lástima en su intención. Pero como éste se había puesto de costado, no pudo evitar el ver un profundo cráter instalado en su cabeza, más precisamente en el parietal izquierdo, que le provocó un insalvable asco. Entonces, espantada, se dijo que algo así era demasiado fuerte para una anciana, que Freudito había tenido razón en prohibírselo y que era mejor marcharse de allí, lo más rápido que pudiera.

 

          Sin pensarlo mucho subió el vidrio polarizado, chasqueó los dedos, y la limusina, según su propia naturaleza se puso en obscena marcha, llevándose a la vieja junto con sus seniles lágrimas.

 

          Mientras el alargado coche se perdía en la distancia el grupo de curiosos que lo había ojeado se desperdigó presuroso, quedando sólo "el loco del cangrejal" en el sitio. Como despedida a su Pascualita, lo suyo fue, además de grosero, rotundamente escatológico: un ruido ofensivo, el tufo a miasmas recién eyectadas, sus piernas surcadas por un arroyuelo de orín. Eso sí, no lloraba, aunque tenía los ojos vidriosos. Preguntados sus insensibles vecinos sobre qué cosas podrían afectarle emocionalmente, en clara alusión a la limusina y a la vieja que lo tuvo ensartado en su vista, todos sin excepción afirmaron qué "el loco", ni cuenta se dio de que algo había pasado.

 

 

FIN

 

 

N.del A.: El pescador muerto y su forma de morir, es lo único real en la historia precedente. Seguramente y de contarse con la necesaria paciencia y tiempo, la mención del hecho podrá encontrarse revolviendo los archivos policiales de Ingeniero White. Publíquese entonces que hubo un hombre que fue pescador, que supo ser buen padre y amigo, que según comentarios de gente que lo conoció salvó vidas y bienes haciendo de bombero voluntario y que un día cualquiera, porque sí, murió a manos del canallesco destino. Lo expuesto ocurrió en Ingeniero White, un pueblo-puerto que entonces quedaba alejado de Bahía Blanca y que hoy día la está como quien dice rozando. De cualquier manera este cuento, deshojado y hecho jirones, viene circulando con orgullo y por décadas dentro del ámbito familiar de aquel sufrido pescador y de sus amistades y su plasmado en letra impresa busca constituir un doble homenaje: a Ingeniero White, por ser el continente de ésta y otras muchísimas historias de vida, amor y muerte y al finado, por ser uno de sus comunes y valerosos hijos. Quien no lo merezca (al homenaje), que se considere excluido.

 

 

 

Por Mario Linovesky

Bahía Blanca, marzo 5 de 1998.

 

 

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